Ayer era feliz, pero yo no lo sabía – Tercera parte
El avance de la enfermedad me hacía ser cada vez más torpe, no acertaba con los movimientos, cuando quería caminar me quedaba parado, cuando quería sentarme vibraba como el cascabel de la serpiente. Si antes no estaba presente en el mundo, tras descubrir quién sería mi compañero de viaje obligado para el resto de mis días, me morí.
Sí. Morí. Incluso sentí cómo moría cada célula, y sentí como mi alma se despegaba de mi cuerpo como un celo que despegas poco a poco. Y yo, que ya solo era alma, intenté salir por la boca del cuerpo que ya no era mío, pero no pude, no supe salir. Y me quedé dentro de esa cueva, encerrado, aislado, abrazándome en la soledad de mi interior.
Y yo, que ya solo era alma, intenté salir por la boca del cuerpo que ya no era mío, pero no pude, no supe salir.
Y entonces te conocí. Como quien conoce a cualquier otro de bata blanca. Una pérdida de tiempo, un ir y venir a consultas sin sentido, o eso pensaba yo, pero como siempre, la vida, que es así de caprichosa, decidió no darme la razón. Ahora creo que lo hace para hacernos despertar, porque así estaba yo: dormido, aletargado.
Me recuerdo en alma, encogido, abrazado a las rodillas y con la cabeza gacha. Y te recuerdo a ti, llamándome desde fuera de ese cuerpo inútil. “Yo te ayudaré a salir de ahí”, me dijiste, y albergando un resquicio de esperanza te escuché, porque yo quería desesperadamente salir de ese cuerpo, de esa cárcel. Y ahora lo recuerdo y pienso: ¡cómo me engañaste!
Yo quería desesperadamente salir de ese cuerpo, de esa cárcel
Mientras te escuchaba sentía cómo mi alma cambiaba de postura, dejé de tener la cabeza entre las piernas para poder mirarte y creerte. Pasó el tiempo, y yo, en alma, me fui levantando, y mi cuerpo, que me echaba de menos, parecía regocijarse suavemente de tenerme de nuevo y sentí, por dentro, cómo mi cuerpo abrazaba de nuevo mi alma casi sin darme cuenta.
Me obligaste a estar presente cuando no quería estarlo, a volver del infinito al finito ahora, a ser consciente de cada paso, de cada gesto, de cada roce. Y aprendí, a tu lado, a conocer a mi carcelero, a entenderlo. Pasaron las semanas y mi enfermedad se transformó en mi maestro. Y vi como era, reconocí sus visitas, sus rutinas y me amoldé a ella, o quizá hice que ella se amoldara a mi nueva vida. Aprendimos a convivir los tres: ella, mi mujer y yo. Las vidas cambiaron, las costumbres cambiaron, el entorno cambió…
Aprendimos a convivir los tres: ella, mi mujer y yo
Mis horas avanzan lentas, y eso me permite ser más consciente de cada gesto, de cada olor, de cada caricia. No tengo ningún día festivo pero los disfruto todos. Contemplo avanzar el sol por el suelo de la cocina mientras desayuno. No puedo caminar rápido, pero eso me permite apreciar cada detalle a mi paso. He recuperado, gracias a ti, mis cinco sentidos perdidos. Me sorprendo sintiendo el roce de las yemas de mis dedos acariciando mis manos. Nunca me había acariciado las manos, ¿te lo había dicho? Y es una sensación maravillosa.
No se muy bien cómo has hecho para que ame este cuerpo que era viejo y torpe y estaba arrugado y manchado. No se en qué tipo de lavadora me has metido, ni qué tipo de pegamento has usado para volver a unir alma y cuerpo, para volver a unir las piezas de mi ser que estaban rotas, pero gracias. Gracias por mi y gracias por ella, porque también ha vuelto a sonreír y ahora juntos descubrimos una vida que antes ya teníamos pero yo no lo sabía.
No se muy bien cómo has hecho para que ame este cuerpo que era viejo
Gracias a ti por enseñarme a volver a la vida, porque yo estaba hibernando y no sabía despertar y tampoco quería. Gracias por enseñarme a romper las cadenas con los pensamientos que me destruían. Gracias porque hoy, por fin, me he encontrado con la felicidad en el momento presente.
Leer la primera parte del relato: Ayer era feliz, pero yo no lo sabía – Primera parte
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